Por tierras alicantinas. A medida que el vehículo se adentraba en la pequeña localidad, una sensación de hondonada se apoderaba de mí. El paisaje abrupto, montañoso y permanentemente reverdecido cobraba una apariencia como de abrazo imponente. El pueblo está ensartado entre dos Cabos pétreos que lo vigilan como soberanos, callados, perpetuos, custodios. Vive en la paradoja extrema de una soledad gloriosa. Está engullido por la montaña y abierto por la Bahía. Jávea es una piedra ensimismada y bulliciosa de mar, montaña y vegetación agradable.
Me acordé de Sorolla, de sus pinturas de los paisajes y costumbres javienses. Para una mirada acostumbrada a determinados paisajes, Jávea puede parecer una tierra que posee un paisaje con el que se divisa un horizonte infinito, es demasiado abierta a la mirada, hasta el punto de que, quizás, produce una angustia de no hallar ese límite montañoso que detiene la mirada con su imponente belleza. Tan poético y malicioso sería decir que Jávea es tierra con un paisaje sin límites. Lo tiene todo, y muy hermoso, aunque pequeño, recortado por promontorios de piedra y aguas cristalinas.
Caminando por sus calles, solitario, exento de mí mismo y remangado, disfruté del lugar como un pensionista pobre, curioso rico e ilusionado. Es un lugar libre de por historia y por naturaleza, preservado de esas muchedumbres ávidas de hormiguear por el mundo ‘selfiternamente’ amenazadoras.
Se puede viajar y estar en los sitios de muchas maneras. Hoy existe la creencia de que viajar y hacer turismo son la misma cosa. Yo detesto el turismo porque me encanta viajar. Aunque es verdad que el turismo es la opción de viaje más cómoda: tienes alimento garantizado, actividades programadas para que te lo pases muy bien a tus horas, te llevan y te traen sin perderte por el camino, pasas por un montón de sitios que puedes fotografiar para fingir que has estado allí. El turista pasa por los sitios, deja su calderilla a veces en los mismos, pero no está en ellos. Yo lo sé porque también he sido turista. Por ejemplo, si un turista fuera a Jávea estoy seguro de que el guía le enseñaría un montón de lugares hermosos, acerca de los cuales le contaría un montón de curiosidades que se olvidan en la siguiente piedra, pero seguro, seguro, seguro, que no le llevaría a los Molinos de La Plana.
Cuando llegué a Jávea, al atardecer, lo primero que hice fue salir a hacer una ronda inicial de reconocimiento. Así, a lo loco, sin móvil, con el objetivo secreto de detectar ese tipo de lugares de los que uno sería un asiduo si viviera en la localidad. Los fiché pronto, pero no subí porque se acercaba la noche y lo dejé para otro momento. Unos días después, me aconsejó un buen amigo que los visitara. La primera vez que estuve allí me sentí como en el monte Tabor, aunque sin Jesús ni su manifestación gloriosa.
La panorámica, perfecta. El paisaje, el aroma de sus flores exuberante, contundente y jugosa. Me marcó. Me emborraché de su historia, su belleza y de todo lo que encerraban aquellas pétreas piedras que aparentaban un cierto abandono. Me volví a consultar con los viejos del lugar, del pueblo llano y silencioso, pero con nostalgia, orgullo y memoria de sus molinos de viento. Disfruté con la conversación mientras nos zampábamos una coca (típica javienese cocinada por unas manos especiales) A la vez que deglutía, disfruté sin más remedio de la conversación aledaña de una mesa de señores de edad. Una mujer contó que su pobre padre subía los sacos de trigo para que le efectuara la molienda para poder alimentar a la familia con todas las dificultades que representaba realizar la subida por un camino bastante difícil y pedregoso.
A mí me pareció completamente heroica la labor que realizaban aquellos aldeanos. No hay más que ver cómo al explicarlo se sentía satisfecha y orgullosa de sus antepasados.
El segundo día que me adentré en la Cala de La Granadella (hoy es más complicado de poder visitarla por las aglomeraciones), coincidí con un amigo que me presento a otro señor amigo suyo que me pareció la viva imagen de un personaje serio y conocedor de todo el entorno javiense, así que me cayó inmediatamente bien. «¡Soy de Murcia, lo siento!», le dije irónicamente al presentarme, pues ya se sabe que para un español es peligrosísimo que no veas su pueblo, así como así. «¡¿Lo sientes?! ¡Sí, Murcia mola un montón, yo la conozco!». Me sentí aliviado. Pero al final
del recorrido me acordé de Kant, que enfatizó: «En sí misma la belleza es asombrosa y conmovedora, es risueña y encantadora».
Salí de Jávea convencido de que jamás abandonaría esta bendita tierra porque me siento en la gloria. La penúltima gloria la disfruté el viernes 21 de octubre, cuando tuve la suerte de comprobar la visita de la ‘Geperudeta’ a Jávea. Esa Mare de Déu dels Desamparats, clavando su mirada al suelo en señal de apoyar a los pobres y más desamparados, mientras yo, al mirarla, pensé que estaría más cerca del cielo.
Ella, la gloria, es una amante despechada, cortesana insaciable, siempre bella, inmarcesible, todo lo contrario, a lo efímero y a lo doloroso que tiene la vida. Es el triunfo sobre la materia, es la vocación de no dejar de ser, de estar siempre en lo más alto. Para ello hay que estar preparado, muy concienciado, no dejarse esclavizar, saber que para que la gloria no se convierta en servidumbre es imprescindible tener algo fundamental: un espíritu dichoso, una visión generosa.
En cualquier caso, a una determinada edad todos tenemos ya el alma rota, y es difícil, cada vez más, arreglarla. Los que lo consiguen, los que se sobreponen a su sino, aquellos que llenan de polvo de oro las grietas abiertas en el desgarro terrible que puede llegar a ser la vida, esos son los felices. Yo lo soy empapándome de las bellezas de mi querida Xàbia. Es la única felicidad que se me ocurre.
Juan Legaz Palomares